sábado, 15 de mayo de 2010

Las fronteras del cuaderno

El maestro mediocre habla;
el bueno explica;
el superior demuestra;
y el grande inspira.

WILLIAM ARTHUR WARD


Hace unos meses, al final de una conferencia sobre la enseñanza de las ciencias, uno de los alumnos asistentes me cuestionaba acerca de la posibilidad (o imposibilidad) de traspasar lo que él llamó las “fronteras del cuaderno”. Este planteamiento me pareció sumamente interesante y causó en mí algo de inquietud, pues no quisiera yo ser un maestro que se limita a dichas fronteras.

Cuando nos fue propuesto, dentro de una clase de la maestría,  el ejercicio de escribir acerca del maestro que somos, me pareció evidente distinguir entre tres maestros: el que quiero ser, el que creo ser y el que realmente soy. De los dos primeros puedo hablar sin censura ni falsa modestia; sin embargo, del tercero sólo podrán hablar mis alumnos y exalumnos, aquellos que hayan compartido conmigo algunas horas de clase. De modo que hablaré primero del maestro que quiero ser, pues el que creo ser trata de acercarse a ese modelo, lo busca, lo reconstruye, lo idealiza.

El maestro que quiero ser tiene su origen en un maestro arquetípico construido como contraparte de la suma de todos aquellos maestros que aborrecí o simplemente padecí. Es decir, que ese primer arquetipo es el maestro que me hubiera gustado tener cuando alumno. Este maestro es alguien que reúne varios calificativos: capaz, inteligente, modesto, creativo, cercano, reflexivo, audaz, paciente, responsable, preparado, ameno, propositivo, actualizado. Es un maestro que, como dice el epígrafe, no sólo explica y demuestra, sino que, por encima de todo, inspira a sus alumnos: es el modelo de ser humano a seguir.

Desde luego que las implicaciones éticas y ontológicas son abrumadoras, pues vivir siendo el modelo de 300 personas cada ciclo escolar es algo que le puede quitar el sueño a cualquiera. Porque este maestro deberá ser, ante todo, una persona digna de ser seguida; antes que un gran maestro, deberá ser una gran persona. Y entonces la formación profesional y académica pasará a ser sólo una parte del conjunto de atributos que deberá tener este gran maestro. Desde luego que, al ser un ideal, este maestro es inalcanzable, y sólo podemos aspirar a él, acercarnos por distintos frentes; deberá inspirarnos y guiar nuestras decisiones.

Del otro lado tenemos al maestro que creo o pretendo ser; y de él sé un poco más, así que, sin orden alguno, iré mencionando las características que lo definen: es un maestro al que le gusta lo que hace, lo disfruta y lo entusiasma; es un maestro que se siente superior a otros maestros y eso puede hacerlo soberbio, se preocupa por sus alumnos, no sólo en lo académico, sino como personas; tiene poca experiencia docente y muchas ideas en la incubadora; es un maestro que trabaja demasiado, y que a ratos está demasiado cansado para hacer lo que cree óptimo y debe conformarse con algo aceptable; es un maestro que se prepara, que le gusta estudiar, que tiene su inteligencia en alta estima; es un maestro que comparte lo que sabe con sus compañeros; es un maestro que se aburre fácil de hacer lo mismo siempre, de modo que tratará de no establecer rutinas ni ser predecible; es un maestro de ciencias que cree en el humanismo como sentido del conocimiento; es un maestro de ciencias al que le apasiona la filosofía; es un maestro exigente, disciplinado y estricto, sin dejar de ser comprensivo y flexible; es un maestro joven que teme convertirse en un maestro que sólo espera su jubilación; es un maestro que aborrece los convencionalismos y las tareas administrativas; es un maestro querido y respetado; es un maestro satisfecho pero nunca conforme; es un maestro que se considera un creador.

Una de las mejores formas de creación es la educación. La educación es una dimensión en la vida, es un arma ante ella; es la disposición de aprender a ser. Es la forma en que podemos crear de manera responsable y consciente. Muchos dirán que no están capacitados para educar, que no lo saben todo, que ellos mismos nunca fueron educados. Otros estarán seguros de que lo que saben es lo único válido, la única verdad posible, que saben siempre lo que es mejor. Yo les digo que ambos están equivocados, pues no es necesario saberlo todo para poder enseñar; ni siquiera es necesario saber si lo que se sabe es cierto. No es necesario, ni deseable, enseñar todo lo que se sabe. Para una buena educación basta con enseñar a aprender; a aprender de la vida diaria, de los errores, del silencio, del dolor. Hace falta enseñar a hacer las preguntas adecuadas.

Algo importante que cabe mencionar es que, si hemos sido buenos creadores, nuestras creaciones nos sobrepasarán; se posarán sobre nuestros hombros y vislumbrarán horizontes que nosotros no sabíamos que existían. Si esto sucede, si los alumnos saben cosas que los padres no, si sueñan con proezas fantásticas, si proyectan ciudades utópicas, si dibujan constelaciones nuevas; no debemos sorprendernos, ni mucho menos asustarnos. No debemos dejarnos arrastrar por el pánico y la inseguridad sobre nuestras creaciones; al contrario, debemos indicarles dónde sopla el mejor viento y no cortarles las alas. No debemos preocuparnos por los fracasos e infortunios; pues una creación nunca puede darse por terminada, y “no en la primera sino en la última página de la crónica es donde está escrito el nombre verdadero del héroe; y no al comenzar sino al acabar la jornada, es cuando acaso pueda decir el hombre cómo se llama” .


Felicidades a todos los maestros.

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